En el siglo XVIII surgió el concepto moderno de sexualidad. El discurso científico sobre sexualidad se fue consolidando y la medicina se transformó en la portadora del discurso hegemónico (Weeks, 1998; López et al., 2015). El contrato social de las sociedades modernas se sustentó en la invención de la heterosexualidad en el S XIX como una prescripción obligatoria asociada a una norma sexual para preservar cierto orden social. El pensamiento heterosexual se entregó a una interpretación totalizadora a la vez de la historia, de la realidad social, de la
cultura, del lenguaje y de todos los fenómenos subjetivos (Wittig, 1992). En esta línea, la heteronorma se construyó como un ideal de salud mental (Costa y Nardi, 2015). La homosexualidad fue reducida a una desviación patológica. Los dispositivos de vigilancia y control se le mandataron a la pedagogía y a la terapéutica. En ese contexto se describió a la innumerable familia de los perversos (incluyendo a las personas homosexuales) (Foucault,
1998). La homosexualidad se construyó como objeto de estudio, debate y análisis de distintas disciplinas y desde diferentes enfoques. En un comienzo se buscó la causa de la homosexualidad.
Hubo teorías genéticas, socio-antropológicas, psicológicas, sociobiológicas y neuroanatómicas.
Al ser considerada una enfermedad, la medicina, la psicología, la psiquiatría y la sexología la medicalizaron y diseñaron distintos tratamientos nocivos en busca de la “cura” (López, Forrisi y Gelpi, 2015).
A partir del SXX la heterosexualidad y la homosexualidad dejaron de ser exclusivamente categorías médicas, para transformarse en categorías sociales que inciden en la construcción identitaria de los sujetos e impactan en la vida cotidiana de estos (Guasch, 2007). A lo largo de la historia diversas teorías psicológicas han abordado la sexualidad humana y han atendido demandas realizadas por personas LGBTIQ+. Algunas de ellas son: el psicoanálisis, el
conductismo, la cognitivo- comportamental, los enfoques sistémicos, humanistas y existenciales (Pineda, 2013). Halperin (2006) afirma que la psicología debe desempeñar un papel importante como productora de conocimiento científico de calidad en el campo de los estudios de la diversidad sexual. Su lente disciplinar tiene especificidad en la dimensión subjetiva. El autor plantea que la relación entre la psicología y las personas LGBTIQ+ ha presentado vaivenes históricos, desde la patologización y medicalización de la homosexualidad, hasta el estudio de las subjetividades generizadas y el reconocimiento de la diversidad de posicionamientos del deseo erótico-sexual como legítimas producciones psicosociales.
Durante la década de los 70, en Estados Unidos, surgió la llamada psicología homosexual (lesbian and gay psychology) en reacción al heterocentrismo de la psicología dominante que insistía en abordar a la homosexualidad como una enfermedad mental y en explicarla producto de un desarrollo psicosexual problemático (Borges, 2009). Un punto de inflexión tuvo lugar en el año 1973, cuando debido al activismo del movimiento gay, y a los aportes hechos por algunos académicos, la Asociación Psicológica Norteamericana (APA), decidió retirar a la homosexualidad de los manuales de psicopatología. Años después, en 1990, la Organización Mundial de la Salud (OMS) tomó una decisión en la misma dirección (López y Gelpi, 2015).
Actualmente, el enfoque que se pretende impulsar, se centra en el respeto de los derechos humanos y el reconocimiento de la diversidad sexual, recibiendo los consultantes una atención integral a su salud (Montoya, 2006).
De todos modos, es importante señalar que, muchas generaciones de psicólogos y psiquiatras, se formaron bajo el viejo paradigma patologizante e interiorizaron las creencias y los conceptos promovidos por dichos modelos. Aunque en la actualidad, la mayoría de los profesionales de la salud mental no consideran a la homosexualidad como un trastorno, persisten en dichos profesionales, muchas veces de manera inadvertida, creencias y prejuicios negativos que implican actitudes estigmatizadoras de la diversidad sexual y de género al enfocarse exclusivamente en los aspectos deficitarios de ciertas identidades (Mora-Ríos y Bautista, 2014; Colpitts y Gahagan, 2016; Francia, Esteban y Lespier, 2016; Martínez et al, 2018). A nivel internacional se cuenta con un acumulado de producción de conocimiento sobre intervenciones psicológicas con población LGBTIQ+. Sin embargo, a nivel nacional este campo de estudios es incipiente y no hay prácticamente producción de conocimiento, configurándose como un área de
vacancia. Entre las cuestiones que se han trabajado a nivel global se encuentran: el conocimiento y las actitudes de los y las psicoterapeutas hacia las personas LGBTIQ+; las creencias, prejuicios y actitudes de estas hacia la psicoterapia; las formas de búsqueda de ayuda psicológica; la internalización del estigma sexual en personas LGBTIQ+; los aspectos facilitadores y obstaculizadores en el marco de los procesos psicoterapéuticos de los usuarios y el impacto de estos fenómenos en la conformación de la alianza terapéutica (Martinez et al, 2018).
Generalmente las personas LGBTIQ+ informan malas experiencias psicoterapéuticas previas y arriban a una nueva consulta psicológica con desconfianza, al haber sido sistemáticamente víctimas de una atención heteronormativa en el marco de una relación de poder (relación transferencial) con el terapeuta (Borges, 2009). Es menester recordar que autoidentificarse como LGBTIQ+ es un condicionante social de la salud a partir de la exposición a una socialización primaria y secundaria heteronormativa. Los factores de riesgo suelen potenciarse en momentos del ciclo de vida como la adolescencia y la vejez (López y Gelpi, 2015). Por lo general, el malestar psíquico se produce por elementos externos a los sujetos y que se relacionan con un ambiente hostil, donde la violencia heteronormativa y homo-lesbo-transfóbica son moneda corriente. Actualmente persisten disparidades en el campo de la salud mental entre personas LGBTIQ+ y personas heterosexuales, ya que las primeras suelen presentar mayor prevalencia de
estresores proximales, trastornos del ánimo y de ansiedad, consumo problemático de sustancias, trastornos alimentarios, infecciones de transmisión sexual, homo-lesbo-transfobia internalizada y mayores niveles de suicidabilidad (Martínez el al. 2018). La probabilidad aumenta ante la presencia de otros factores de riesgo como pueden ser: estar en una situación de pobreza, ser inmigrante, tener creencias y prácticas religiosas y/o no contar con apoyo familiar (López y Gelpi, 2015). Lo antes descrito se agrava al tener conocimiento que también existen brechas relativas al acceso a los servicios de salud y a la calidad de atención, por lo que, cotidianamente muchas personas LGBTIQ+, se ven impedidas de ejercer ciudadanía en igualdad de condiciones que sus pares heterosexuales (Tomicic et al., 2016). Por su parte, organismos internacionales como la OMS, la OPS y la APA coinciden en la necesidad de que exista formación y capacitación para que los equipos de salud estén en condiciones de brindarles a las personas LGBTIQ+ atención de calidad en salud mental. Esto implica establecer un lenguaje adecuado para referirse a esta población, tener conocimiento de sus especificidades y garantizar la calidad de atención teniendo en cuenta las particularidades de la realidad local, todo lo cual, contribuye al desarrollo de una psicoterapia culturalmente competente (APA, 2000; OPS, 2012; Bidell y Stepelman, 2017).
La atención integral en salud de las personas autoidentificadas como LGBTIQ+ actualmente es un tema en discusión a nivel regional a partir de los nuevos marcos normativos internacionales y nacionales, que promueven el diseño de políticas públicas inclusivas en el campo de la salud (Schenck, 2018). En este sentido, los aportes de las organizaciones de la sociedad civil han sido fundamentales para ir cumpliendo objetivos relativos a la humanización, la promoción, la protección, el cuidado y la atención de la salud (mental) de las personas integrantes del colectivo de la diversidad sexual. A pesar de todos los avances legales que se han producido en los últimos años -incluyendo al campo de la salud-, en lo relativo a la salud mental aún existen pendientes, quizá en parte porque la noción de salud que se tiene continúa siendo la hegemónica, que jerarquiza lo físico por sobre lo psicológico.
De momento las personas autoidentificadas como LGBTIQ+ continúan sin ser consideradas un grupo prioritario para acceder a prestaciones en salud mental en Uruguay en el marco del Plan Nacional de Salud Mental. Por lo cual, muchas personas integrantes del colectivo de la diversidad sexual, accedan a consultas psicológicas y tratamientos psicoterapéuticos en el ámbito particular y, a pesar de que el Código de Ética profesional del Psicólogo establece que: “el psicólogo/a en la práctica de su profesión se guiará por los principios de responsabilidad, confidencialidad, competencia, veracidad, fidelidad y humanismo prescindiendo de cualquier tipo de discriminación”(Comisión de Ética Profesional, 2001, p.2), testimonios de usuarios y militantes de la diversidad sexual insisten en que, en las consultas y tratamientos en el subsector público y privado, también existen malas praxis basadas en distintos niveles de homo-lesbo-transfobia, heteronormatividad y homo y transignorancia, siendo este, uno de los motivos principales por los cuales se diseñó e implementó el Centro de Referencia Amigable(CRAm) en el año 2013. Por todos los motivos antes expuestos, este estudio concentra la posibilidad de producir por primera vez evidencia empírica en cuanto a las experiencias de atención psicológica de personas LGBTIQ+ de la ciudad de Montevideo. Lo cual facilita conocer el estado de situación , identificar la percepción de las personas LGBTIQ+ respecto a la calidad de las prácticas en el ejercicio profesional, reconocer buenas prácticas en el ejercicio profesional, así como también, podría ofrecer valiosos datos a ser usados por los tomadores de decisiones del sector salud.
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